Hay días en los que ir a trabajar se me hace un mundo, y hoy ha sido uno de esos días. Cuando mi hijo tiene fiebre, y tengo que salir de casa dejándolo enfermo, se me rompe el alma. A veces tengo la suerte de poder ingeniármelas para trabajar desde casa, pero hay días en los que tengo una reunión importante o una formación y no me queda otra alternativa que dejarlo en casa con otra persona. No es que esté mal con la persona que lo dejo, generalmente tengo la suerte de poder contar con una abuela, pero no soy yo, no es mamá. La abuela le cuida de mil amores, le atiende fenomenal, le abraza, le canta, le mima, es maravilloso contar con abuelas, pero no soy yo, no es mamá.
Cuando mi hijo tiene fiebre y quiere mimos, si no está muy grave, me encanta estar con él, abrazarle, achucharle, darle besos y quedarme horas acurrucada con él en brazos.
Yo sé que si me voy estará muy bien, y en cuanto el apiretal hace efecto, mucho mejor, le da el subidón y se pone a jugar como siempre, pero me cuesta renunciar a esos momentos en los que te llama diciendo, mamá, un mamá que quiere decir, abrázame, mímame, quiéreme, achúchame, esos momentos, a pesar de estar malito, me encantan.
Cuando mi hijo tiene fiebre me cuesta concentrarme en el trabajo, estoy contando los minutos para salir corriendo y poder ir a casa, donde mi pequeño me necesita, o quizá no, pero esa es la sensación que tengo. Y a veces llegas a casa corriendo, después de haber estado todo el día sufriendo, imaginando cómo estará, pensando si le habrá subido la fiebre o no, y al abrir la puerta, ahí está, feliz como una perdiz, bailando su canción favorita.
Cuando mi hijo tiene fiebre, muchas cosas dejan de tener tanta importancia, y no es que no la tengan, es que en ese momento sólo te preocupa una cosa. Porque ser madre, es mucho más.
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